lunes, 26 de abril de 2021

LA PUERTA DEL INFIERNO 38


LA PUERTA DEL INFIERNO 

Nos esperaba un largo viaje, seguramente agotador y también lleno de imprevistos. 

Con Teodoro nos conocimos en el primer grado de la primaria y fue en ese mismo año que de forma insólita, jugando con sus primos, tuvo la desgracia de perder su ojo derecho, que fue reemplazado por uno de vidrio. Seguimos compartiendo los estudios hasta finalizar la secundaria, pero solo como compañeros; amigos nos hicimos al coincidir en un curso de periodismo y mitología. Nos gustaban los libros antiguos, pero en uno que no lo era tanto, encontramos la dirección postal de un castillo medieval, ubicado en pleno macizo de Los Ródope, Bulgaria. 

Darina, hermana de Teodoro, conocía el idioma búlgaro y algo de griego; eran hijos de yugoslavos; ella fue la que se animó a escribir la primera carta y les detalló nuestro interés en conocer el lugar, del que se decía que muchas personas que lo habitaban conocían historias que para nosotros eran poco menos que fantásticas. 

Luego de un mes, nos llegó la respuesta en una carta manuscrita, muy difícil de leer, al parecer escrita con tintero y pluma; la desciframos entre los tres, con algo de ayuda de sus padres. La persona que nos contestó tenía algún título nobiliario,  suponemos que algo así como Conde de Pliska, y nos refirió que de las tres personas que podían dar respuesta a nuestras inquietudes,  sólo quedaban dos con vida, Boris de 99 años y su hermana  mayor, Albena, de edad incierta; el mismo Conde nos refería que llevaba en este mundo 97 años. Rápidamente, en una segunda carta, tratamos de ajustar los pormenores y así poder viajar a entrevistar a los tres, antes de que alguno más pase a otro plano de existencia. La respuesta no se hizo esperar y el Conde nos detalló algunas formas de llegar seguro al castillo. Debíamos volar hasta Atenas, allí tomar un transporte terrestre que cruce la frontera hasta la ciudad de Dospat, y en la taberna lindera a la terminal, atendida por pòmacos, debíamos preguntar por Alexius, quién nos llevaría al castillo.

Tardamos una semana en decidirnos, organizarnos y convencernos Teodoro y yo, que incorporar a Darina al viaje no solo era necesario por el idioma sino que no había forma de despegarla del proyecto después de tanta participación que tuvo y así le confirmamos al Conde, que en aproximadamente un mes, nos conoceríamos personalmente, si Dios así nos lo permite, como cerraba el sus cartas.

A principios de mayo volamos rumbo a Atenas, haciendo escala en Estambul, donde cambiamos de avión; en Grecia nos recibió el clima veraniego del hemisferio norte y descansamos haciendo noche en el hotel del aeropuerto. A las diez, partió el micro que nos llevó, tras nueve horas de viaje, hasta la ciudad de Dospat. El transporte, pese a la incertidumbre que llevábamos, increíblemente se estacionó con la puerta en la entrada de la taberna de los pomacos. Entramos y había clima festivo, nos enteramos que el dueño, Alexius, festejaba su cumpleaños número sesenta y cuando nos presentamos fue imposible, a pesar de nuestro cansancio, negarnos a participar del festejo; así, bebimos cerveza bien fría y comimos nuestros primeros kebapche, una especie de relleno de chorizo, muy picante, con batatas frías y queso rallado. Bailamos hasta tarde y dormimos en los cuartos de la taberna. 

A las siete de la mañana, Alexius nos despertó para desayunar un exquisito tarator, que es una sopa fría con base de yogurt, pepinos, ajos y nueces; Teodoro prefirió café con leche y torta de chocolate. 

Pensábamos llegar al castillo en una 4x4, pero Alexius nos tenía preparadas cuatro mulas muy vivaces; nos dijo que sólo así podríamos llegar; si bien el camino no era largo, sus tramos de cornisa lo hacían muy difícil de transitar: ni siquiera los turcos se habían atrevido a atravesarlo para tomar el castillo, por el costo de la empresa . Resignados y confiados a nuestro guía, comenzamos el andar que nos demoró unas seis horas; pasando por lugares de vegetación tupida y en el borde de una garganta profunda, de unos 1800 metros, apareció el castillo. 

Nos pareció, y al llegar lo confirmamos, que estaba en ruinas. El silencioso andar de las mulas igualmente fue detectado por los perros, unos feroces mastines gigantes que nos infundieron miedo, menos a Alexius y sus mulas acostumbrados a ellos. Su voz los amansó de inmediato y de pronto se convirtieron en juguetones perros de compañía. La puerta del castillo estaba abierta y luego de atar las mulas nos acercamos. Apareció un señor muy elegante con traje de ceremonial, semblante sereno y una sonrisa que se le dibujaba debajo de unos enormes bigotes blancos, y en un casi perfecto castellano nos dió la bienvenida, presentándose como Todor Georgi Boris Krum, Conde de Pliska y descendiente del Kan Krum. 

Estábamos en presencia de una persona sencilla y deliciosa a la vez, con unos modales envidiables, su castellano se debía a que durante la época del comunismo, con su familia habían encontrado  refugio en España, precisamente en Toledo. Luego de alojarnos en sombríos cuartos, cenamos a la luz de las velas con las provisiones que preparamos para el viaje, el Conde nos dijo que temprano en la mañana, entrevistaríamos a Boris y Albena, y que él actuaría como traductor. 

Confieso que solo estar en presencia de tres personas que  sumaban casi 300 años, no es común, ni fácilmente repetible; además, contaban  con una salud y energía envidiable. Todos sabían que nuestras investigaciones pasaban por lo que se contaba en los libros sobre los testigos presenciales del Cerbero o Cancerbero y precisamente Albena, acompañada por un enorme bastón hecho rústicamente con una rama de laurel, tomó punta en el camino que recorrimos por veinte minutos hasta la entrada de una caverna, que si bien se veía oscura, se fue iluminando a medida que nos internábamos; descubrimos que la luz procedía del fondo muy lejano. 

Avanzamos con curiosidad, notando que la temperatura ambiente aumentaba, hasta que Boris nos dijo que nos detuviéramos. Era una parte ancha de la caverna y pudimos descansar sobre unas rocas planas; Albena nos contó que a la edad de seis años había venido con su abuelo a este mismo lugar, y que él le relataba que ese fondo de la caverna que ahora veíamos era el infierno: No nos parecía estar lejos de eso, ya que el calor nos abrasaba. El Conde, Darina y yo comenzamos a descompensarnos y  decidimos salir de la caverna. Teodoro se quedó con los ancianos hermanos. Al alejarnos escuchamos ruidos de cadenas y fuertes ladridos, que nos apuraron el paso. En la siguiente hora, nuestro nerviosismo iba en aumento hasta que vimos aparecer la figura de los hermanos con sus bastones, ayudando a Teodoro que apenas se sostenía. A la sombra de un frondoso árbol encontramos sosiego para el calor y repusimos todos, energía.

Soy una persona desconfiada y poco fantasiosa y es el día de hoy que me debato en la duda de saber si lo que vivimos en esa caverna fue verdad o producto de los efectos del calor, influidos por los mitos que allí se contaron. Teodoro sigue asegurando que él mismo vio como la anciana Albena con unas tortas de miel atraía hacia sí un enorme mastín de tres cabezas, que estaba encadenado a lo que ella llamó la puerta del infierno. 


Charlybicen. 


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