De los espejos
De los espejos tengo algo que contar, varias
de las anécdotas de mi vida están atravesadas por ellos, como la aguja que unía las lentejuelas de
los disfraces que hacía mamá.
Siempre fui muy coqueta y me gustó verme reflejada.
El cuarto de mis padres tenía un ropero con
luna en la puerta central, que nos permitía vernos de cuerpo entero; el espejo
no era el original, esa habitación antes había pertenecido a mis abuelos y uno
de ellos me contó que su tía desde Añatuya, les había enviado, como regalo de
casamiento, un chivo vivo al que llamaron Bartolo. En el patio, vivía Bartolo
con total libertad, a la sombra de la parra de uva chinche, alternando su
camino entre el piso de ladrillos y el pasto del jardín. Hasta que una tarde,
encontró la puerta del ropero abierta y viendo reflejado al que creyó era su
macho enemigo, sin piedad y a toda carrera, embistió a su supuesto oponente, se
estrelló contra el espejo y lo hizo
añicos. Bartolo quedó un poco desconcertado pero orgulloso de que su enemigo
huyera. Del destino de Bartolo no tuve noticias precisas y decidí no preguntar
más.
De la misma habitación recuerdo dos cosas muy
atractivas: una, la muñeca de porcelana en el centro de la cama; teníamos
prohibido tocarla luego de que Carlitos, mi hermano, le hundiera los ojos
móviles que cerraba al recostarla; la otra, el espejo de mano con manija,
bordes de plata y un nacarado violeta en la parte de atrás, de un juego de
tocador en la cómoda puesto sobre una carpetita, tejida en crochet por mi
bisabuela.
Ese espejo, que sacaba primero a hurtadillas y
luego con el debido consentimiento, reflejaba a la que fue, durante casi toda
la escuela primaria, mi amiga invisible, visible, a la que llamé Susy, pues la
cara que veía reflejada cuando lo enfrentaba, no era yo, siempre supe que
detrás estaba mi amiga. Teníamos discusiones, con puntos de vista completamente
opuestos que nos llevaron a pelearnos, por lo que durante mucho tiempo estuvo
apoyado en la cómoda sin reflejar nada; hasta que mi mamá, sabia como todas las
madres, viéndome cabizbaja y solitaria, se acercó para hablarme de la amistad,
pero sobre todo del perdón, resaltando que perdonar es importante para
reconocer al otro, pero fundamentalmente es sanador para nosotros. Luego de
soplar los mocos, corrí en busca de mi amiga y la encontré como estaba yo,
sonriendo y con lágrimas, la acerqué a mi pecho y no nos separamos más.
En ese patio donde vivió el chivo Bartolo,
papá instaló un soporte con aro para el loro Oro, un perico muy parlanchín que
aprendía rápido. Mi amiga Susy y yo, conversábamos en la hamaca del fondo,
donde le contaba lo que sucedía en la escuela, ya que mamá no me permitía
llevarla, hasta que cerca del medio día me llamaba para prepararme, al grito de
—¡Mirtha vamos!—, con el tiempo descubrí que en los días sin clases, justo a
las doce, el loro Oro, nos llamaba igual —¡ Mirrrrtha vamos!— despertándonos risa
y asombro a las dos.
Hoy, para cuidarla, está guardada en el cofre
donde tengo mis maquillajes, anillos, aros y collares, siempre fue la más
coqueta y ahora les cuento ( sin que ella me escuche), desde que me operé las
cataratas, la veo más arrugadita... ¡pobre!
Charlybicen