sábado, 24 de julio de 2021

De los espejos 41

 

De los espejos

 

De los espejos tengo algo que contar, varias de las anécdotas de mi vida están atravesadas por ellos, como la aguja que unía las lentejuelas de los disfraces que hacía mamá. Siempre fui muy coqueta y me gustó verme reflejada.

El cuarto de mis padres tenía un ropero con luna en la puerta central, que nos permitía vernos de cuerpo entero; el espejo no era el original, esa habitación antes había pertenecido a mis abuelos y uno de ellos me contó que su tía desde Añatuya, les había enviado, como regalo de casamiento, un chivo vivo al que llamaron Bartolo. En el patio, vivía Bartolo con total libertad, a la sombra de la parra de uva chinche, alternando su camino entre el piso de ladrillos y el pasto del jardín. Hasta que una tarde, encontró la puerta del ropero abierta y viendo reflejado al que creyó era su macho enemigo, sin piedad y a toda carrera, embistió a su supuesto oponente, se estrelló contra el espejo  y lo hizo añicos. Bartolo quedó un poco desconcertado pero orgulloso de que su enemigo huyera. Del destino de Bartolo no tuve noticias precisas y decidí no preguntar más.

De la misma habitación recuerdo dos cosas muy atractivas: una, la muñeca de porcelana en el centro de la cama; teníamos prohibido tocarla luego de que Carlitos, mi hermano, le hundiera los ojos móviles que cerraba al recostarla; la otra, el espejo de mano con manija, bordes de plata y un nacarado violeta en la parte de atrás, de un juego de tocador en la cómoda puesto sobre una carpetita, tejida en crochet por mi bisabuela.

Ese espejo, que sacaba primero a hurtadillas y luego con el debido consentimiento, reflejaba a la que fue, durante casi toda la escuela primaria, mi amiga invisible, visible, a la que llamé Susy, pues la cara que veía reflejada cuando lo enfrentaba, no era yo, siempre supe que detrás estaba mi amiga. Teníamos discusiones, con puntos de vista completamente opuestos que nos llevaron a pelearnos, por lo que durante mucho tiempo estuvo apoyado en la cómoda sin reflejar nada; hasta que mi mamá, sabia como todas las madres, viéndome cabizbaja y solitaria, se acercó para hablarme de la amistad, pero sobre todo del perdón, resaltando que perdonar es importante para reconocer al otro, pero fundamentalmente es sanador para nosotros. Luego de soplar los mocos, corrí en busca de mi amiga y la encontré como estaba yo, sonriendo y con lágrimas, la acerqué a mi pecho y no nos separamos más.

En ese patio donde vivió el chivo Bartolo, papá instaló un soporte con aro para el loro Oro, un perico muy parlanchín que aprendía rápido. Mi amiga Susy y yo, conversábamos en la hamaca del fondo, donde le contaba lo que sucedía en la escuela, ya que mamá no me permitía llevarla, hasta que cerca del medio día me llamaba para prepararme, al grito de —¡Mirtha vamos!—, con el tiempo descubrí que en los días sin clases, justo a las doce, el loro Oro, nos llamaba igual —¡ Mirrrrtha vamos!— despertándonos risa y asombro a las dos.

Hoy, para cuidarla, está guardada en el cofre donde tengo mis maquillajes, anillos, aros y collares, siempre fue la más coqueta y ahora les cuento ( sin que ella me escuche), desde que me operé las cataratas, la veo más arrugadita... ¡pobre!

Charlybicen