viernes, 9 de octubre de 2020

Alicia

Alicia se ocupó de la caja con joyas, yo del efectivo. Juntos habíamos hecho la disección del paraguas y nos habíamos repartido generosamente los restos. A mí me tocó la tela y el cabo; a ella los rayos y la funda. Cada uno debía deshacerse de su parte sin dejar la menor huella. Todo estaba manchado de esa sangre maldita, que fluyó por sus venas muchos años, alimentando su cerebro de usurero, especulando con los pesos y a veces los céntimos que les prestaba a los pobres infelices, que acudían desesperados a cambio de algunas joyas familiares o sus preciados instrumentos de música o sus herramientas, aunque más infames eran las traiciones que cometía, después de esquilmarlos, denunciándolos a los nazis de Ámsterdam.

Corrían tiempos difíciles, luego de la depresión económica que nos dejó la guerra. Alicia lo había visitado en la mañana, pidiéndole un préstamo a cambio del anillo de brillantes que tan celosamente había conservado desde que su madre se lo regaló. Regresar por la tarde fue la promesa, el dinero conseguido, no alcanzaba para cruzar la frontera, tomar el tren hasta el puerto de Calais y el Ferry que nos cruzaría a Dover, en nuestra amada Inglaterra. Cuando nos vimos, me contó el plan que pergeñó.

Esa tarde, que decidimos hacerlo, el tibio crepúsculo se transformó en una fatal oscuridad, el hambre apretaba lastimosamente y el deseo de hacer un acto de justicia, también podía convertirse en el paso hacia nuestro final seguro. Para no llamar la atención ella vistió unos harapos gitanos, yo usé un viejo uniforme raído. El golpe para desmayarlo se lo acertaría con un bastón de goma dura que llamábamos “amansa locos” y pertenecía al uniforme. Al aviso de la aldaba, el usurero nos hizo pasar al recibidor y pidió un momento para atendernos, sabíamos que detrás de esa puerta, estaba nuestra última oportunidad para compensar a tantos amigos muertos en los campos de exterminio.

Vi el paragüero y sobre la marcha cambié de idea, tomé el que tenía la contera más aguda. Ella siguió el plan, fingiendo un sorpresivo vahído al aparecer el miserable. Yo con todas mis fuerzas, le asesté el golpe como si fuese un estilete dirigido a la base del cráneo y lo hundí hasta casi atravesarlo. Se cayó sobre la alfombra, retiré el ahora arma homicida y fluyó abundante sangre. Nuestras perplejas miradas, se encontraron en extraño desasosiego. Alicia, experimentó una curiosa manera de viajar sus ojos, que parecían salirse de sus órbitas, manifestando el inesperado instante de terror vivido. Nunca pensamos llegar a este final sangriento, vengando a tantos de nuestros infelices amigos.

Luego nos separamos, los escombros de la ciudad facilitaron la desaparición de los restos del arma. Quedamos en vernos en la estación de la esperanza, cruzando la frontera. Al segundo día, no apareció. Decidí seguir solo. Nunca más supe de ella. Nada fue igual sin Alicia.

Charlybicen


 

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